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El paracaidista demiurgo


Una lectura de Altazor de Vicente Huidobro

Hace poco vi mother, aquella genial película de Darren Arenofsky, que juega con símbolos bíblicos y tiene, en su transfondo, un mensaje ecologista que muestra al hombre como un huésped incomodo en cualquier residencia. En uno de sus tantos juegos simbólicos la película de Arenofsky representa a Dios como un poeta vanidoso que disfruta de la adulación y la compañía de las criaturas que pueblan el mundo. Cuando vi la peli no pude evitar aquella frase fundacional del creacionismo: “El poeta es un pequeño dios” solía decir Huidobro, aquel poeta dandy chileno, alquimista de la palabra, transeúnte de un mundo que, para él, era tan pequeño como un libro de poesía. De allí su convicción que desplegó, en todo su delirio, en su obra cumbre “Altazor” donde, posicionado en el lugar de un paracaidista o de un demiurgo que por error cae y colapsa contra su creación, es testigo de todo lo que sucede mediante múltiples imágenes y descargas poéticas. El libro publicado en 1931 es una joya de la experimentación literaria y de la reflexión metafísica a través del acto poético. No es baladí su relevancia en la tradición latinoamericana, pues aún hoy luego de una relectura existe el peligro de que la cabeza se abra en pedazos luego del torbellino de juegos, imágenes oníricas y violentas caídas.

El libro se divide en siete cantos y cada uno de ellos parece evocar una fase diferente de experimentación, visiones e imágenes diferentes, que llegan a los ojos, al olfato, al oído. El primer canto es, quizás, el de más corte metafísico. El canto plantea algunos de los dilemas en los cuales se ve inserto el ser humano y lo muestra en una perspectiva amplia que sólo puede tener el paracaidista demiurgo. Se respira lo trágico vinculado a la insignificancia del ser humano frente al cosmos primigenio y absoluto, lanzado una y otra vez a través de planetas y galaxias, la imposibilidad de apresar el instante, la fluidez insensible del tiempo. El canto cierra con una de las imágenes más bellas de la literatura:

Habitante de tu destino Pegado a tu camino como roca

Viene la hora del sortilegio resignado Abre la mano de tu espíritu El magnético dedo En donde el anillo de la serenidad adolescente Se posará cantando como el canario pródigo

Largos años ausente Silencio Se oye el pulso del mundo como nunca ( pálido La tierra acaba de alumbrar un árbol

El sortilegio resignado es el hechizo intrínseco al mundo que ninguno puede evitar: la muerte. Pero la muerte no es el fin. Altazor es un poema vitalista, que muestra las potencias de la vida. El nacimiento del árbol es el ciclo que continúa y el milagro de la existencia se resignifica porque la tierra tiembla en cada nacimiento, en cada muerte, en cada irrupción de la vida, un corazón palpitante en las paredes como se muestra en la película de Arenofsky. El milagro de cada ser , de la existencia, tiene que impactar hondamente en cada centímetro de este planeta enorme. Los movimientos telúricos son las contracciones de una madre que lo da todo (y a su vez lo pierde). La vida al final triunfa, porque el árbol emerge, es alumbrado, nace para ser partícipe de ese caos donde habitamos todos.

El libro continúa con una segunda parte, el canto II, un poco más íntima, erótica, vinculada al eterno femenino y sus mil rostros.

Nacida en todos los sitios donde pongo los ojos

Con la cabeza levantada Y todo el cabello al viento Eres más hermosa que el relincho de un potro en ( la montaña Que la sirena de un barco que deja escapar toda ( su alma Que un faro en la neblina buscando a quien ( salvar

Eres más hermosa que la golondrina atravesada ( por el viento Eres el ruido del mar en verano Eres el ruido de una calle populosa llena de ( admiración

La sucesión de hipérboles potencia la necesidad del poeta clásico de intentar comparar la belleza de la mujer amada con una imagen metafísica o poderosa, pero Huidobro lo lleva al delirio, las hipérboles no paran, el ritmo tampoco. No se piensa en el ahorro, pues la musicalidad exige el gasto (y la caída infinita también). Altazor se pierde en las redes gráciles de una mujer sin nombre, que no parece ser una mujer específica, sino la mujer eterna. Es una mujer etérea, todas las mujeres que él ha amado, todas y una, una y todas, grabadas en el lienzo del tiempo. El demiurgo que anhela su amor extiende su mano, pero lo que toca es lo efímero y lo que desea es poner sus manos sobre la imagen primigenia de la mujer que permanece, aquella en la que el viento del océano ondula en sus pupilas. Es el único lugar, en todo el poemario, donde Altazor aparece como un ser feliz y completo. Eros habita en las nubes de un cielo sin estrellas.

El capítulo III juega con una sucesión de anadiplosis y símiles que juegan con el absurdo y que obligan al lector a que active su sensibilidad hacia lo que cree imposible, pero que habita en la creación del poeta, en el territorio del lenguaje. El canto IV es una reflexión sobre el impetuoso fluir del tiempo y la necesidad de ser partícipe de una creación que tiene cientos de maravillas, pero también hondos abismos. El tiempo ejerce sobre el poeta una presión de aprovechar cada instante y, a su vez, de no dejar de escribir. El texto juega con los neologismos y las jitanjáforas que resignifican una golondrina y la vuelven una metáfora de la inspiración del creador. La Golondrina ya no es golondrina, es golonlira, golonrisa, golonrima, golonbrisa, golondía.

En el capítulo V Altazor escoge al espacio menos visible, habitado por héroes imperceptibles, el mismo que escogió Carlo Ginzburg para su genial obra “El Queso y los gusanos”: El molino. La conexión del molino con el aire y el viento lo vuelven un lugar de transformación, de cambios, de gigantes contra los que lucha el ingenioso hidalgo y el poeta. No para evitar el cambio, sino para desencadenarlo, para romper por un momento con las frágiles leyes de un cosmos ilusorio, del infame tiempo.

Jugamos fuera del tiempo Y juega con nosotros el molino de viento

Molino de viento Molino de aliento Molino de cuento Molino de intento Molino de aumento

Molino de ungüento Molino de sustento Molino de tormento Molino de salvamento Molino de advenimiento

Molino de tejimiento Molino de rugimiento Molino de tañimiento Molino de afletamiento Molino de agolpamiento

Molino de alargamiento Molino de alejamiento Molino de amasamiento Molino de engendramiento Molino de ensoñamiento

(…)

Molino de encabezamiento Molino de encastillamiento Molino de aparecimiento Molino de despojamiento Molino de atesoramiento

Molino de enloquecimiento Molino de ensortijamiento Molino de envenenamiento Molino de acontecimiento Molino de descuartizamiento

Molino del portento Molino del lamento Molino del momento

El molino es aquí, potenciado por la anáfora, la metáfora del tiempo. El tiempo ensueña, envenena, descuartiza, enloquece, acontece, lamenta, oscurece, entierra, revela. Su fluir no puede ser detenido y nosotros somos peones en el movimiento de las aspas: ligeras brisas de polvo que se sacuden y caen a la tierra. El quinto canto continua reflexionando sobre las venturas y desventuras temporales, el azar inherente al tiempo y la acción humana, la muerte como el fin de nuestra caída y la tempestad de la memoria. El molino guarda cientos de historias y Altazor se muestra fascinado por su canto, quiere quedarse allí escondido, perdido en su mecanismo inefable. Lo que continúa, al final, es la reflexión metafísica sobre el ser, el tiempo y nuestra capacidad creadora, la única que, para Huidobro, nos libera del inevitable azar de nuestra existencia.

El poeta debe pararse en el lugar del demiurgo, pero no en el del creador vanidoso de Arenofsky, sino en el de un dios que se maravilla con su creación, que crea para llenar de colores y luciernagas su caída, para resignificar y reescribir su propia vida. Altazor es un canto a la vida, pero no al estilo whitmaniano, que igual se respira en algunos pocos versos, sino como una caída inevitable, impetuosa, en la que el azar y el absurdo son partes fundamentales. Hay todo un universo en el contenido de los siete cantos. Una alquimia de palabras, imágenes y tropos literarios para armar una panorámica omnisciente y omnipresente. El lenguaje alcanza en Altazor la imposibilidad, se desafían los límites de nuestra percepción de la creación. La poesía es un sendero sagrado que sólo pocos se atreven a recorrer, genera visiones únicas, pero a su vez el poeta debe pagar por ellas. No se para uno en el lugar de Dios sin asumir las consecuencias.

Altazor seguirá cayendo, inevitablemente, en nuestra tradición literaria. Hoy más que nunca es importante leerlo, para abrir la cabeza, para entender los nuevos rumbos que planteó la vanguardia a principios del siglo XX y que aún se respiran como ecos en algunos poemas. Quizás en el fondo Huidobro lo sabía: a algunos poetas les falta respetar ese gran silencio, que habita nuestros sentidos, cuando la tierra ailumbra un árbol (o un verso digno de grabarse en el mármol efímero de la tradición)


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