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El poeta y la clínica de la palabra


En el año de 1510 Alonso de Ojeda funda, en la costa norte colombiana, cerca al golfo del Darién, la ciudad San Sebastián de Uraba. El cruel y astuto conquistador planea construir un fuerte que se convierta en un centro de expansión y exploración de los territorios inhóspitos de la América. El objetivo uno solo: el ansiado oro que se asienta en el flujo salvaje de los ríos y en las grietas de las montañas. El experimento resulta ser un fracaso, pues los indios caribes, guerreros, de una profunda conexión con el entorno natural selvático, lograron predecir las intenciones de los inoportunos visitantes. La guerra fue el único camino y los caribes lograron, luego de varias batallas y escaramuzas, reducir a cenizas el fuerte de los españoles. Los caribes, antropófagos, reunieron los cadáveres de sus enemigos, se los comieron y se bañaron en su sangre.

Sin saberlo, esa sangre con que, en ese momento, bañaban la tierra, seguiría allí tornando rojo el territorio en el cual hemos nacido. La historia de la primera ciudad, de la llegada de los españoles, es el inicio de una violencia que no termina y que aún sacude los cimientos sobre los cuales hemos forjado nuestra nación, que bien parece una colcha de retazos. La violencia se ha asentado con fuerza en nuestros mitos, en nuestros imaginarios y en el propio discurso que usamos en nuestra cotidianidad. La sangre, como dice el libro del poeta Camilo Restrepo, marca el camino y teclea con sus dedos las líneas de la historia. Desde entonces han transcurrido muchos años en la historia de Colombia: infaustas encomiendas coloniales, guerras de independencia inconclusas, conflictos de una elite terrateniente y comerciante por la posesión del territorio y los recursos, la más absoluta miseria en el campo y un silencio absoluto que, más grande que la piedra de Sísifo, el viento es incapaz de transportar.

Pero no sólo nuestro contexto histórico atado a la violencia habla de nosotros. Somos individuos fragmentados, esquizofrénicos, como pensaba Baudrillard, por el exceso de información que constantemente nos invade a través de las nuevas tecnologías, líquidos como pensaba Bauman por lo frágiles que son nuestras relaciones con el otro y piezas de un engranaje capitalista que deshumaniza al sujeto y lo convierte en objeto, en un autómata que sólo sirve en términos de cifras, inversión y capital. Las viejas instituciones como la Escuela, La Familia o La fábrica no son garantes ya de una estabilidad y el caos de sentidos e información desarticulan al sujeto moderno, que ya no es solo víctima de la violencia, sino también del stress, el rompimiento, los quiebres de cada día, de cada noche, de cada instante que se pierde y no genera ingresos. Y ese río, en el que creía Heráclito, es cada día más veloz, más irruptivo, más destructivo, más intenso, con piedras que desgarran el cuerpo y el alma.

En medio de este caos incandescente frente a la incertidumbre de lo real, los poetas han tomado consciencia del valor de su cuerpo y de la vida, de cualquier vida, pues cada una es un universo escondido en un cofre de huesos y piel. Lo saben, porque han explorado algunas de sus potencias más profundas y profanas. También son conscientes del poder del lenguaje y de la posibilidad que tiene de transformar discursos e imaginarios que se sustentan en la violencia y el odio. Este conocimiento los transforma en médicos de la palabra y la poesía, a su vez, deviene sanación. En estos momentos, en que el país entra en un proceso de paz, reconciliación y transformación social, la poesía es más necesaria que nunca como herramienta que permita destruir los viejos discursos vinculados a la violencia y crear pájaros que vuelen bajo la lengua y generen lazos de unión. No es la poesía en sí la panacea o una droga que cure la violencia o los malestares del mundo moderno pero sí un agente de cambio, una dosis pequeña que, al despertar o antes de dormir, no viene mal. Es el soplo de más del que hablaba el filósofo alemán Martín Heidegger,

“En sus «Ideas sobre la Filosofía de la Historia de la Humanidad», Herder escribe lo siguiente: «En un soplo de nuestra boca se convierte el cuadro del mundo, la huella de nuestros pensamientos y sentimientos en el alma del otro. De una pequeña brisa animada depende todo lo que los hombres han pensado, querido y hecho jamás sobre la tierra, todo lo que harán todavía. Porque todos nosotros seguiríamos recorriendo los bosques si no nos hubiera envuelto el aliento divino y no flotara en nuestros labios como un sonido mágico» (Obras Completas, Suphan XIII, pp. 140 y s.).

Ese soplo más, que arriesgan los más arriesgados, no significa sólo y en primer lugar la medida apenas perceptible, por lo fugaz, de una diferencia, sino que significa de modo inmediato la palabra y la esencia del lenguaje. Esos que son un soplo más arriesgados se arriesgan al lenguaje. Son esos decidores que dicen más. Porque ese soplo más al que se arriesgan, no es sólo un decir en general, sino que tal soplo es otro soplo, otro decir distinto al decir humano. El otro soplo no pretende tal o cual objeto, sino que se trata de un soplo por nada. El decir del cantor dice la salva totalidad de la existencia mundanal, la cual se aposenta de modo invisible en el espacio interno del mundo del corazón. El canto ni siquiera persigue eso que hay que decir. El canto es la pertenencia a la totalidad de la pura percepción. Cantar es ser llevado por el empuje del viento desde el inaudito centro de la plena naturaleza. El propio canto es «un viento».

Así pues, es verdad que el poema dice claramente, aunque de modo poético, quiénes son esos más arriesgados que la propia vida. Son aquellos que se arriesgan «un soplo más...». No por casualidad, en el texto del poema las palabras «un soplo más» van seguidas de puntos suspensivos. Expresan lo callado.

Los más arriesgados son los poetas, pero aquellos poetas cuyo canto vuelve nuestra desprotección hacia lo abierto. Tales poetas cantan porque invierten la separación frente a lo abierto, rememorando su falta de salvación en el todo salvo y lo salvo en lo no salvador. La inversión rememorante ya ha superado la separación frente a lo abierto. Va «por delante de toda separación» y supera todo aquello objetivo que se encuentra en el espacio interno del mundo del corazón. La interiorización rememorante inversora es el riesgo que se arriesga a partir de la esencia del hombre, en la medida en que tiene el lenguaje y es el que dice.” (Heidegger, 2005, pp. 235-236)

Para Heidegger el poeta es el que hace un desocultamiento del ente, revela el mundo interior, a través del mundo abierto de la percepción. Escribir poesía implica enfrentarse a lo innombrable y, dentro de este campo, entran los traumas, recuerdos dolorosos y aquel sufrimiento que nos conforma como sujetos. El acto de escribir poesía se convierte en un acto valiente y arriesgado porque significa una confrontación con el ser mismo y sus potencias, ser capaz de decir lo indecible. La posibilidad de dar un “soplo más”. Esta confrontación puede tener dos resultados: la sanación o el desgarramiento. Es un riesgo considerable, como él de un funambulista en un gran cañon, pero algunas veces vale la pena correrlo. Es el riesgo que señala el filósofo alemán. Pero una caída no significa el fin, significa un nuevo comienzo, un nuevo intento y el papel permanece desnudo esperando por la imagen, la metáfora y el cuerpo de letras de cada soñador.

Dentro de esta misma lógica, Heidegger insiste en que el poeta es el emisario de los dioses olvidados y quien a través del lenguaje se acerca al territorio de lo sagrado. George Bataille, poeta y escritor francés, tendrá una visión parecida. Lo sagrado siempre fue, desde la antigüedad, un territorio de sanación tanto de lo que los antiguos llamaban ánima (alma) como del cuerpo. No es casual que en gran parte de los primeros pobladores y de las tribus primigenias la función del shaman sea no sólo la de ser el intérprete de los dioses, sino a través del lenguaje y sus juegos de semejanza, llevar la sanación. Acercarse a lo sagrado implica una tranquilidad frente al vórtice de sinsentido del mundo y la insignificancia de nuestras acciones en una cotidianidad monótona. La poesía devela lo inmanente y lo sagrado de las palabras para romper con la banalidad del mundo. Por lo mismo, permite resignificar una serie de experiencias traumáticas, de silencios, de abismos interiores, para darles un nuevo sentido y generar nuevas formas de aproximación, reflexión y, por supuesto, curación. En el registro del poema, nuestro sufrimiento, nuestra herida, deja de ser un látigo lacerante, una erinia que nos persigue en las sombras, como al pobre Orestes, y de alguna forma es compartida, como un secreto, por los fantasmas y los ecos de nuestra propia percepción silenciosa y la musicalidad del agua, la tierra y el viento.

El poeta es un lector de la tierra, un arlequín de las palabras, un emisario de los dioses olvidados. Sólo él puede instituir hoy una clínica de la palabra, hacer que sus metáforas, sus canciones, sus juegos generen un sonido mayor que el de las balas de metralla. Un sonido que va más allá del plano fonético y se conecta con los cantos ancestrales, con aquello que nos une como comunidad. Alimenta un pensamiento estético alrededor de nuestras acciones, hace visible lo innombrable y, por sobre todo, potencia la defensa de la vida como una lucha indispensable, un derecho fundamental.

Por otro lado, el filósofo francés Gilles Deleuze y su compañero Felix Guattari dicen que el poeta es una suerte de médico que hace un diagnóstico, el diagnóstico del mundo; sigue paso a paso la enfermedad, pero es la enfermedad genérica del hombre; evalúa las posibilidades de una salud, pero es el nacimiento eventual de un hombre nuevo lo que busca. El poeta es un médico fabulador, que al construir una lengua extranjera, inventa también un pueblo, un pueblo que falta. La literatura y la poesía se presentarían entonces como una iniciativa de salud, que busca curar la enfermedad del mundo; el poeta goza de una irresistible salud pequeñita producto de lo que ha visto y oído de las cosas, demasiado grandes y fuertes para él, irrespirables, pero que no obstante le otorgan unos devenires que una salud de hierro y dominante harían imposibles.

De lo que ha visto y oído, el escritor regresa con los ojos llorosos y los tímpanos perforados. ¿Qué salud bastaría para liberar la vida encarcelada, por y en los organismos y los géneros? (…) los poetas tienen a menudo una salud precaria y demasiado frágil, pero no por culpa de sus enfermedades, ni de sus neurosis, sino porque han visto en su vida algo demasiado grande para cualquiera, demasiado grande para ellos y que los ha marcado discretamente con el sello de la muerte. Pero este algo es también el soplo o la fuente que los hace vivir a través de las enfermedades de la vivencia (lo que Nietzsche llama salud) “Algún día tal vez se sabrá que no había arte, sino sólo medicina…. (Deleuze, 1995, p. 15)

Estos devenires logrados, estas visiones de lo otro, nos recuerdan aquella idea del poeta como visionario apolíneo de Nietzsche. Tanto para Nietzsche como para Deleuze, el tener acceso a esos devenires, a esas visiones hacía de los escritores visionarios, pero al mismo tiempo tenían un precio que pagar por sus visiones. Para Deleuze era la propia salud física, la vitalidad y el desenvolvimiento en el mundo del escritor la que se veía afectada. Siguiendo el mito en que se basó Nietzsche para su construcción estética, los oráculos de Delfos y los profetas griegos emisarios de Apolo –como por ejemplo Tiresias- por lo general solían ser ciegos, como una especie de precio a pagar sus visiones. Poder ver el futuro y el verdadero estado de las cosas, los hacia ciegos frente a la realidad más cercana, hacia la apariencia, hacia la mentira, hacia su propio entorno particular. De alguna forma el escritor o el poeta sería una especie de ciego frente a su realidad particular para poder tener acceso a grandes visiones, poder devenir en otro. También es el precio a pagar por una sensibilidad diferente frente al mundo.

¿y cuál es la salud que trae el escritor o el poeta al mundo? Esta salud que trae el poeta tiene que ver con el cambio de discursos vinculados al odio y los prejuicios, con la resistencia vital para resistir los ataques de las falanges del capital, del consumismo, el stress, el superyó y la fragilidad de los vínculos humanos. Se crea una nueva sensibilidad a través de la creación de perceptos, formas de percepción independientes del ser en sí. Se aprende a visualizar el mundo de otra manera. Es alimentar una sensibilidad, unos sentidos, una memoria de los pueblos y la comunidad, una consciencia estética. El lenguaje desacraliza lo banal y nos recuerda lo que nos hace humanos. No sólo sanación, es un acto de resistencia vital, como he dicho antes, contra los discursos oraculares del poder y la estupidez humana. La poesía nos libera, nos cura y, a su vez, nos dignifica frente al silencio. Dignifica la vida y sus potencias.

“De este modo, de un escritor a otro, los grandes afectos creadores pueden concatenarse o derivar en compuestos de sensaciones que se transforman, vibran, se abrazan o se resquebrajan: son estos seres de sensación, quienes ponen de manifiesto la relación del artista con un público, la relación de las obras de un mismo artista o incluso una eventualidad de artistas entre sí. El artista siempre añade variedades, como los seres de concepto son variedades, y los seres de función variables.

De todo arte habría que decir: el artista es presentador de afectos, inventor de afectos, creador de afectos, en relación con los perceptos o las visiones que nos da. No sólo los crea en su obra, no los da y nos hace sentir devenir con ellos, nos toma en el compuesto. El arte no tiene opinión. El arte desmonta la organización triple de las percepciones, afecciones y opiniones, y la sustituye por un monumento de perceptos, de afectos y de bloques de sensaciones que hacen las veces de lenguaje. (Deleuze y Guattari, 1994, p. 267)

El afecto, concepto de Spinoza, es un pensamiento o emoción que actúa sobre nuestro cuerpo. Estos bloques de afectos, perceptos y sensaciones demarcan una ruta de relación con nuestro cuerpo. Es una forma de apropiarnos de él, de sus particularidades, de sus posibilidades, de sus sentidos, emociones, de su forma y contextura. Olores, sabores, imágenes, sonidos, texturas entran dentro de estos bloques de afectos y perceptos y son los que articulan el poema. La posibilidad de dejar un registro de estos afectos implica poder llevar al papel las heridas que deambulando por nuestros pensamientos y nuestra memoria nos atormentan. Es un acto de liberación, con habilidad podemos transformar un afecto en un poema y liberarnos de su garra autodestructiva. Pero la lógica del mecanismo del afecto no se reduce sólo a un pensamiento que afecta al cuerpo mismo, sino a un pensamiento que también puede afectar el cuerpo del otro. En este sentido, la función curadora del poema no se reduce a un acto de catarsis personal sino también de llevar salud al mundo.

Algunos usos de la poesía contemporánea han intentado superar la estética personalista y, con base a ello, buscar encontrar trayectos que conecten la creación poética con procesos políticos, económicos y sociales en los cuales, inevitablemente, estamos insertos. No se trata de buscar una poesía panfletaria, que mata la metáfora y alimenta la mediocridad del verso, sino de alimentar una consciencia de las potencias de la vida y de ese otro que nos acompaña, una conciencia que está dada más allá del discurso y se conecta con lo real. El Otro ha dejado de ser una categoría metafísica y se ha convertido en un ente real que podemos ver, palpar, sentir, oler. El otro está allí, lo vemos, comemos con él, trabajamos con él, soñamos con él, hacemos el amor con él. No existe humanidad sin el otro, ni poesía. Sólo un desierto abyecto, las ruinas de un imposible.

Al otro es a quien le llega la salud que trae el poema. Hay un diagnóstico, el afecto determina la zona afectada y aplica la medicina de la palabra. El lenguaje revitaliza el cuerpo y permite superar nuestros miedos y ser capaces de dirigir nuestros pasos hacía la forja de un sujeto sensible que sea capaz de aprender de sus experiencias y pintar de colores las paredes de una urbe pálida. El poeta tiene las herramientas, tiene la brocha que es el lenguaje, Continua Deleuze,

El escritor retuerce el lenguaje, lo hace vibrar, lo abraza, lo hiende, para arrancar el percepto de las percepciones, el afecto de las afecciones, la sensación de la opinión, con vistas, eso esperamos, a ese pueblo que todavía falta. (Deleuze y Guattari, 1994, p. 267)

Nuestros sentidos se vuelven más sensibles a nuestro entorno, frente a la miseria y el sufrimiento del otro, y por lo tanto, es un catalizador de la acción positiva y de la búsqueda del bienestar social. La poesía permite resignificar la vida a través del lenguaje y generar nuevos sentidos, necesarios para una reinvención y un nuevo comienzo luego de tantos años de conflicto y derramamiento de sangre. Ante la desacralización de los viejos relatos y la incertidumbre de la posmodernidad. Es un intento de recuperar el líquido carmesí, que derramaron nuestros ancestros, de la tierra al plano de las palabras, las imágenes y las metáforas. El rojo deja de constituirse como un símbolo de odio, violencia y dolor y pasa a ser el color de las pasiones, los sueños y las esperanzas. Es también la poesía una pausa necesaria, un momento de escape de la ciudad, a un paisaje sonoro, donde deambulan barranqueros, azulejos y carriquíes en un bosque de cedros escarlatas. Imágenes que resignifican la realidad perceptible.

El lenguaje, que es el que nos constituye, entra en el terreno del juego, a través del poema, y nos hace participes de una experiencia, no sólo de percepción, sino de reencuentro con nosotros mismos, y con los demás, es el regreso del niño que algún discurso fascista atrevió a callar. Después de todo no hay juego sin un colectivo, sin dos partes, sin una comunidad que participe activamente. El juego de la poesía, desde los primeros teatros, una fogata en el centro de la tribu, está dado, en primera estancia, por el poema y su escucha o lector. Y en una segunda, por la comunidad que lo resignifica y se apropia de él, que lo hace parte de su memoria oral y, en nuestra contemporaneidad, de sus registros literarios y tecnológicos. El niño, sea uno mismo o el otro, es capaz de desapegarse de sus problemas, dejarlos partir y volver a tener una actitud de asombro, juego y vitalidad frente a los desafíos que le instaura su cotidianidad.

La poesía lleva inherente la obligación de hacer una cosa fijada por una insatisfacción. La poesía, en un primer impulso, destruye los objetos que aprehende, los restituye, mediante esa destrucción, a la inasible fluidez de la existencia del poeta, y a ese precio espera encontrar la identidad del mundo y del hombre. Pero al mismo tiempo que realiza un desasimiento, intenta asir (captar) ese desasimiento. Y lo único que le es dado hacer es sustituir el desasimiento a las cosas asidas (captadas) de la vida reducida: no puede evitar que el desasimiento pase a ocupar el lugar de las cosas. En este plano experimentamos una dificultad similar a la del niño, libre a condición de negar al adulto, pero que no puede lograrlo sin convertirse a su vez en adulto y sin perder en consecuencia su libertad. (…) Hay indudablemente en el origen del destino del poeta una certeza de unicidad, de elección, sin la cual la empresa de reducir el inundo a sí mismo o de perderse en el mundo, no tendría el sentido que tiene. Sartre ve en ella la tara de Baudelaire, resultado del aislamiento en que le dejó el segundo matrimonio de su madre. Es ese "sentimiento de soledad, desde mi infancia", "de destino eternamente solitario" del que ha hablado el mismo poeta. Pero Baudelaire ha dado esa misma visión de sí en el enfrentamiento con los demás, al decir: "Siendo muy niño, experimenté en mi corazón dos sentimientos contradictorios, el horror a la vida y el éxtasis ante la vida." (… )Es muy cierto que la poesía responde siempre al deseo de recuperar, de fijar en forma sensible desde fuera, la existencia única, hasta ese momento informe y que sino no sería sensible más que desde el interior de un individuo o de un grupo. Pero es dudoso que nuestra conciencia de existir no lleve necesariamente aparejado ese valor engañoso de unidad: el individuo lo experimenta tanto en su pertenencia a la ciudad, a la familia o incluso a la pareja (como por ejemplo, según Sartre, Baudelaire de niño, ligado en cuerpo y alma a su madre), como en su experiencia personal. En particular, éste es el caso, en nuestros días, de la vocación poética que conduce a una forma de creación verbal en la que el poema es la recuperación del individuo. Se podría decir por tanto del poeta, que es la parte que se toma por el todo, que es el individuo que se comporta como una colectividad. Hasta el extremo de que los estados de insatisfacción, los objetos que decepcionan, que revelan una ausencia, son en cierto modo las únicas formas en que la tensión del individuo puede recuperar su falaz unicidad. (Bataille, 2000, p. 71)

Bataille propone aquí que el encuentro con la poesía es una forma en la que el individuo puede volver a una unidad, a recuperarse, a través del acto poético. Esa unidad que aunque ilusoria, es la multiplicidad que nos conforma. Es otra forma de hablar de la resignificación del sujeto. Pero lo más interesante que introduce Bataille es la idea de que la poesía puede generar un desapego o desasimiento de las cosas. Este desapego está vinculado al perdón y al olvido, fuerzas fundamentales de cualquier acto de sanación. También implica poder reconstruirnos como sujetos, volver a encontrar esa “falaz unidad” que nos permita seguir adelante. Desapegarnos de las ruinas como un niño que pierde el interés y le quita la trascendencia a objetos y personas que en realidad no son más que fantasmas de un pasado. Al final todo vuelve al estado del juego. Es una forma de reencuentro y una confrontación frente al espejo que nos propone el lenguaje. Todo es plausible de llevar al registro de lo escrito y allí puede quedarse como una nota que sirva para alimentar la memoria de un dolor innombrable o como una hoja que se lleva el viento lejos, devorada por la brisa nocturna. Es un acto de sublimación y catarsis.

La poesía y el arte son también mecanismos de sublimación, que permiten sacar todo el excremento de ballena que tenemos adentro. La sublimación es un concepto creado por Freud para señalar un desplazamiento del deseo hacía un formato artístico o poético, que en cierto sentido, podía servir de placebo para calmar el deseo no satisfecho y ayudar a sanar toda clase de neurosis. La creación poética permite llevar, a un diálogo incestuoso con el papel, nuestros miedos, nuestros rencores, nuestras pasiones, nuestro dolor más íntimo. El dolor, el odio, desborda el océano del silencio y se hace palabra. Al nombrarlo como muestra Bataille pierde su fuerza, su poder, como le pasaba a las antiguas deidades de los pueblos primigenios. La sublimación canaliza el deseo, lo transforma, genera puntos de diálogo y encuentro. Es allí donde la poesía fomenta la sanación y la reconciliación. El poema puede ser un grito, un ladrido, una explosión, un desborde, que luego permita sanar y cicatrizar las viejas heridas. La poesía debe llegar a los sectores más vulnerables y violentados de la sociedad, y el poeta debe ejercer allí no el oficio de un doctrinario sino el de un despertador creativo y médico. Debe ayudar en el proceso de despertar las energías creativas que permanecen dormidas al interior de cada sujeto, hacerle consciente de la multiplicidad que le conforma.

De alguna manera, en ese orden de lo imaginario, esa mina dormida, es dónde se pulen, inconscientemente, nuestros sueños. La poesía debe abrir rutas al interior de la mina, excavar, sacar a la superficie los rubíes, diamantes y esmeraldas que se esconden en lo más profundo. Es, sin duda, en el plano de los sueños donde podemos generar un mayor punto de encuentro con el otro, porque deja de ser una sombra amorfa que deambula por nuestras ciudades, y se nos hace más humano, más cercano, más parecido a nosotros. Somos conscientes de nuestras diferencias, pero también de aquello que nos une. ¿Y qué mejor forma de construir la reconciliación que a través de identificar nuestros sueños conjuntos? El poeta debe ser un detective que, con su lupa y sus sentidos agudizados, mientras percibe detenidamente el campo del discurso y el imaginario social, debe identificar aquellos sueños. O, en la medida de lo posible, ayudar a que otros los encuentren. La premisa es clara: hacer visible lo invisible, nombrar lo innombrable, tanto a nivel personal como a nivel colectivo.

En mis cursos siempre recomiendo la realización de una Hypomnemata, una suerte de cuaderno, de cartografía del alma inventada por los griegos y usada por filósofos de la talla de Séneca y Cicerón. No es en sí la hypomnemata un diario íntimo de la sucesión de los acontecimientos cotidianos. Es más que eso. Un desborde, una multiplicidad de latidos, de juegos, de delirios, de posibilidades a través de lenguaje. Se trata de evitar los formatos preestablecidos y estructurar una escritura para sí, que es la que efectúa la sublimación y la catarsis. La poesía, las imágenes, la percepción y los desplazamientos de significantes se presentan como posibilidades atractivas para alimentar la hypomnemata. Este cuaderno o libreta, que es preferible cargar en todo momento, se convierte en una puerta de liberación, en un lugar de escape, en un punto de fuga, como bien diría Deleuze, un territorio donde, por algún, momento podemos encontrar un refugio de un accionar del tiempo inestable y de la serpiente del mercado y el capital. Es donde puede abrirse ese mundo interior del que hablaba Heidegger. Es el cofre de los sueños, las pasiones, los deseos, una caja de pandora sellada por el lenguaje (y liberada a su vez por él).

En el fondo el combate es contra el silencio, contra el odio, contra los prejuicios y contra todas aquellas potencias de la no-vida. Alimentar la felicidad, la lluvia, los besos, las sensaciones, el amor y la vida. No se trata tampoco de callar u olvidar, pues la poesía no debería estar al servicio de ningún poder político o económico, ni de generar justificaciones para nuestras miserias cotidianas. Al contrario, el poeta es y estará siempre ubicado en algún lugar de la resistencia. Como Tiresias es capaz de ver más allá del discurso, lleva al plano del poema sus denuncias y, al igual que el legendario adivino, paga el precio por ello. Ahora, además de hacer visible lo que se esconde en la oscuridad, también debe hacer visible lo que se esconde en la luz. Es hora de construir visiones de paz, para pensar un país mejor, donde exista una “dignidad” en el acto de vivir.

El propósito es otorgarle al otro un pasaporte a esa tierra universal, sin muros, ni rejas, que es la poesía. ¿Estamos listos? Todos los poetas deberíamos asumir esta responsabilidad, ser médicos y shamanes, no como una obligación que se nos impone desde afuera, sino como un imperativo de nosotros mismos hacia nosotros mismos, como un acto de amor único por la humanidad. El último que nos queda. La meta: poemas que se disfrazan, se travisten, y se vuelven abrazos y besos, que evocan la danza alrededor del fuego, la música primigenia, unión de palabras y cuerpos, en un granito de arena, que es el lugar que ocupamos en el cosmos infinito.

ANEXOS

Poema 1:

Después de cada guerra

(Por: Wislawa Szymborska, Polonia)

Después de cada guerra

alguien tiene que limpiar. No se van a ordenar solas las cosas, digo yo.

Alguien debe echar los escombros a la cuneta para que puedan pasar los carros llenos de cadáveres.

Alguien debe meterse entre el barro, las cenizas, los muelles de los sofás, las astillas de cristal y los trapos sangrientos.

Alguien tiene que arrastrar una viga para apuntalar un muro, alguien ha de poner un vidrio en la ventana y la puerta en sus goznes.

Eso tiene poco de fotogénico y requiere años. Todas las cámaras se han ido ya a otra guerra.

A reconstruir puentes y estaciones de nuevo. Las mangas quedarán hechas jirones de tanto arremangarse.

Alguien con la escoba en las manos recordará todavía cómo fue. Alguien escuchará asintiendo con la cabeza en su sitio. Pero a su alrededor empezará a haber algunos a quienes les aburra.

Todavía habrá quien a veces encuentre entre hierbajos argumentos mordidos por la herrumbre, y los lleve al montón de la basura.

Aquellos que sabían de qué iba aquí la cosa tendrán que dejar su lugar a los que saben poco. Y menos que poco. E incluso prácticamente nada.

En la hierba que cubra causas y consecuencias seguro que habrá alguien tumbado, con una espiga entre los dientes, mirando las nubes.

Poema 2:

Fuga de la muerte

(Por: Paul Celan, Alemania)

Negra leche del alba la bebemos al atardecer

la bebemos a mediodía y en la mañana y en la noche

bebemos y bebemos

cavamos una tumba en el aire no se yace estrechamente en él

Un hombre habita en la casa juega con las serpientes escribe

escribe al oscurecer en Alemania tus cabellos de oro Margarete

lo escribe y sale de la casa y brillan las estrellas silba a sus

mastines

silba a sus judíos hace cavar una tumba en la tierra

ordena tocad para la danza

Negra leche del alba te bebemos de noche

te bebemos en la mañana y al mediodía te bebemos al atardecer

bebemos y bebemos

Un hombre habita en la casa juega con las serpientes escribe

escribe al oscurecer en Alemania tus cabellos de oro Margarete

tus cabellos de ceniza Sulamita cavamos una tumba en el aire no

se yace estrechamente en él

Grita cavad unos la tierra más profunda y los otros cantad sonad

empuña el hierro en la cintura lo blande sus ojos son azules

cavad unos más hondo con las palas y los otros tocad para la

danza

Negra leche del alba te bebemos de noche

te bebemos al mediodía y la mañana y al atardecer

bebemos y bebemos

un hombre habita en la casa tus cabellos de oro Margarete

tus cabellos de ceniza Sulamita él juega con las serpientes

Grita sonad más dulcemente la muerte la muerte es un maestro

venido de Alemania

grita sonad con más tristeza sombríos violines y subiréis como

humo en el aire

y tendréis una tumba en las nubes no se yace estrechamente allí

Negra leche del alba te bebemos de noche

te bebemos a mediodía la muerte es un maestro venido de

Alemania

te bebemos en la tarde y la mañana bebemos y bebemos

la muerte es un maestro venido de Alemania sus ojos son azules

te hiere con una bala de plomo con precisión te hiere

un hombre habita en la casa tus cabellos de oro Margarete

azuza contra nosotros sus mastines nos sepulta en el aire

juega con las serpientes y sueña la muerte es un maestro venido

de Alemania

tus cabellos de oro Margarete

tus cabellos de ceniza Sulamita.

Estos poemas son duros, pero precisamente permiten al autor ejercer un ejercicio de sanación al poner en el papel el registro de lo innombrable y a su vez nos traen salud a nosotros porque crean una nueva sensibilidad que busca que aquellos nefastos acontecimientos, en lo posible, no vuelvan a suceder.


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