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Mishima y la destrucción de lo absoluto


El escritor Yukio Mishima ha sido considerado, sin duda, una de las plumas más relevantes de la tradición literaria oriental. Su vida está llena de luchas quijotescas, contradicciones y abismos y es tan interesante como su obra prolija. Tenía una fascinación por el lenguaje, por sus juegos y potencias. Creía que estar por fuera del lenguaje era estar condenado, por fuera de toda posibilidad de trascendencia y de establecer una comunión con el otro. Esta es sin duda la tragedia del protagonista de El Pabellón de Oro, el monje Mizoguchi, cuya vida está recorrida por una cartografía de olvidos y una cadena de silencios. Además de muchos “pudo haber sido…” que, como escarabajos, revolotean en los recuerdos, en la memoria del personaje.

La primera imposibilidad de aprehensión del lenguaje y de encuentro con el otro se enuncia desde las primeras páginas:

Reflexioné, según mi costumbre, y me dije que las palabras eran seguramente el único medio de salvar la situación; error muy característico en mí: cuando había que actuar yo sólo pensaba en las palabras; y como las palabras llegaban tarde y mal, me dejaba perder en ellas al intentar dominarlas y acababa siempre por olvidar la acción. Para mí, la acción era algo esplendoroso que debía ir acompañado de un lenguaje esplendoroso.

No veía nada; creo recordar solamente que Uiko, asustada al principio, me reconoció. Desde este momento toda su atención se centró en una sola cosa: mi boca. Un ridículo agujero negro gesticulando y haciendo muecas incomprensibles en medio del amanecer, un agujero diminuto, deformado, sucio como un nido de víboras; he aquí, supongo, lo que ella experimentaba delante de esta boca que todo el tiempo estuvo atrayendo su mirada. Después, segura ya de que no corría ningún peligro la armonía del aquel mundo exterior del cual ella formaba parte, exclamó con alivio:

—¡Vaya! ¡Qué divertidos sois los tartamudos!

(Mishima, p. 7).

Uiko va a ser un fantasma recurrente. Mizuguchi verá varias “Uikos” en cada mujer que conoce. Y esas similitudes categóricas indican su imposibilidad de entender el devenir femenino. Su boca, descrita como un agujero diminuto, refleja la vergüenza y el asco que siente, específicamente, por aquella parte de su rostro que parece sobrar, que no tiene una función práctica. Es el origen de su mal, de su incapacidad, como una tuerca que falta en un muñeco de fábrica.

El Pabellón de oro es, junto a confesiones de una máscara, una de las obras más leídas de Mishima en Europa y Estados Unidos. No es algo baladí. Pues, precisamente, representa un momento en que la literatura japonesa adquiría, a través de su exotismo, sus imágenes sencillas pero sinceras, su espiritualidad, un valor editorial y estético en occidente. El silencio de Mizoguchi es también el silencio de la posguerra, el silencio ante la imposibilidad de decir algo, ante el horror, ante el colapso de la tradición y la apertura cultural. Todos tienen un nido de víboras en su boca. Los libros de Mishimas son, en cierta medida, gritos y manifiestos, en medio de una cultura que se caracteriza por usar pocas palabras y por callar lo que no debería ser callado.

Posteriormente, Mizoguchi se va a enfrentar a otro dilema: o se convierte en el monje budista que todos esperan que sea o se entrega a sus pulsiones, a su anhelo de ver arder, no sólo el pabellón de oro, sino todo aquello que es bello en este mundo, todos aquellos modelos y paradigmas vinculados a la autoridad y, sobre todo, a la construcción normativa del sujeto en la sociedad japonesa de la post-guerra. Aquí aparecen los dos amigos de Mizoguchi, quienes representan las dos caras del dilema: Tsurukawa y Kashiwagi. El primero es prudente, honesto, disciplinado, leal con sus amigos, el modelo de un buen monje que sigue la doctrina zen. El segundo tiene un defecto físico en sus piernas, es vago, pero inteligente y astuto. Aprovecha sus defectos para impresionar a las mujeres y generar una sensación de lástima y apego. Es manipulador, envidioso y cruel a la hora de evaluar al otro y a la sociedad en que está inserto.

La pureza de Tsurukawa contrasta con la fealdad corrupta de Kashiwagi. Al final Mizoguchi, permeado por los traumas del adulterio de su madre y la imposibilidad de acceder a la belleza absoluta, decide tomar el sendero de la corrupción que Kashiwagui despliega con sus discursos. Es la única forma de redimirse. La muerte inesperada e inútil de Tsurukawa lo llevan a fortalecer esa decisión. La negación de la belleza para él, debe ser la negación de la belleza para todos. El pabellón se yergue orgulloso como un desafío a su existencia, como aquello que representa esa ilusión falsa y efímera de lo bello, de lo puro, que él no puede alcanzar. Mishima te anuncia el fuego desde las primeras páginas, pero sólo lo ves crepitar al final, cuando Mizoguchi ha tocado fondo en su autodestrucción moral.

Solo se puede llegar a la belleza a través del lenguaje. Pero el lenguaje le ha sido negado a Mizoguchi, quien es esclavo de la imagen, del pabellón absoluto. El Pabellón encierra, a través de sus diversas rutas y puertas, de sus silencios, un rizoma de sentidos. Todos ausentes, incomprensibles, inaccesibles para el monje rebelde. El lenguaje es aquí un orden dictatorial, la tradición palidece y el asco irrumpe como una posibilidad. Mizoguchi busca una liberación: de sus padres, del código zen, de su tardamudez, de su torpeza, de la autoridad del prior, del rechazo que despierta en las mujeres y, sobre todo, del Pabellón de oro. El pabellón representa todo ello y, a su vez, se graba en su mente como un abismo que no lo deja avanzar.

Incluso cuando Mizoguchi, en una de las escenas eróticas mejor descritas del libro, ve los senos de la mujer de Kashiwagi ve el pabellón de oro

Y así, delante de mí, deshaciendo la armazón del lazo de su cintura, desnudó los múltiples cordones; vi caer el cinturón por sí mismo con un crujido de seda. El escote del kimono, donde apenas se adivinaban los blancos senos, se abrió; sacó su pecho izquierdo y me lo presentó.

Si dijera que no experimenté una especie de vértigo, sería falso. Yo miraba. Evidentemente. Sin embargo, mi mirada no pasaba de ser la de un testigo. Aquel misterioso punto blanco que desde lo alto de la Puerta Monumental yo había apercibido a lo lejos no tenía nada en común con ese globo de carne de una masa determinada; la impresión había sido demasiado fuerte, demasiado larga la fermentación de mi espíritu para que este seno que ahora tenía ante mis ojos pudiese ser otra cosa más que carne, otra cosa más que un objeto material. Esto no tenía ningún poder de evocación, ni tampoco de envite, Completamente cortado de la vida, simple objeto ofrecido a mi vista, no era más que un testimonio del desierto de la existencia.

(…)

Necesito tiempo para que la Belleza se me revele. Yo voy siempre con retraso con relación a los otros. Ellos descubren al mismo tiempo la belleza y el deseo; en mí, eso ocurre mucho más tarde. Así, en un instante, el seno volvía a atar sus lazos con el conjunto, hacía trascendente la carne, mudada sin duda en substancia insensible, pero incorruptible —ligada de nuevo a lo eterno. Quisiera que se comprendiese bien lo que quiero decir.

Y he aquí que por segunda vez surgió el Templo de Oro. Más bien debería decir que el seno que contemplaba tomó la forma del Templo de Oro (Mishima, p. 83)

(El Kinkaku-ji o Pabellón de oro)

Observar el pabellón, en ese instante, entorpece el acercamiento erótico que Mizoguchi tiene con el cuerpo de aquella mujer. Imposibilita toda conexión, toda posibilidad de construir una química con el otro y, especialmente, con el cuerpo femenino. Mizoguchi queda ante la intemperie, ante lo incomprensible, el enigma y la perfección del pabellón lo abruma y lo lleva a lo estático, a la no acción, al tartamudeo y la ausencia de un sentido. El seno está más allá, es un territorio vedado a Mizoguchi, y posteriormente, cuando se acueste con una prostituta tendrá de nuevo la misma sensación, en el momento del orgasmo, de visualizar el pabellón de oro. La edificación entonces, que representa todo lo bello, pero al mismo tiempo inaccesible para él, es la representación de sus pesadillas y sus miedos. También representa la imposibilidad de activar sus sentidos. Sólo queda un camino por recorrer: el del fuego primigenio.

Mizoguchi incendia el pabellón, no sólo por una obsesión, es la forma de romper con todo aquello que desprecia de sí mismo. El fuego es el elemento purificador y dinámico, aquello que trae el cambio, la transformación, como pensaba Heráclito. El monje incendiario sólo tiene un descanso al final, cuando, como Nerón en una Roma en llamas, observa la magnitud de su obra. Para el japonés el fuego, el crepitar carmesí de las llamas, representa también curación, cura las heridas que la ausencia del lenguaje ha cercenado en el alma. Una segunda asociación simbólica del fuego es, para los orientales, con la carne y el cuerpo y los instintos más bajos, a los que se entrega Mizoguchi en la parte final del libro. El incendio de la edificación dorada trae una liberación, una ruptura con las cadenas de la tradición, la familia y los viejos valores. Se gesta un nuevo nacimiento.

Que entre mi acto y yo se abriese un anchuroso remolino capaz de engullir mi vida entera, es algo que ni siquiera afloró en mi espíritu. Estaba ocupado en la contemplación del Pabellón de Oro y darle el último adiós.

Sus contornos esfumados por la escarcha se distinguían mal en medio de la noche. Se erguía completamente negro, como un bloque de noche cristalizada. Esforzando mi vista, apenas si pude vislumbrar en lo alto el Kukyochó —que se adelgazaba de pronto—, el bosque de finos pilares del Hósuiin y del Choondó. Pero todos los detalles que en otro tiempo me habían emocionado, ahora se perdían en medio de las monocromas tinieblas. Mientras tanto, a medida que se iba imponiendo en mi recuerdo la imagen de aquello que para mí había sido la Belleza, la sombra se veía arrojada hacia atrás, como un telón de fondo sobre el cual mi espejismo pudiese dibujarse a placer. En sus formas, la negra silueta disimulaba enteramente lo que para mí era lo Bello. Gracias al poder de los recuerdos, las finas partículas de la Belleza empezaron a brotar, a lanzar destellos en medio de las sombras, primero una, luego otra, y en seguida por todas partes. Finalmente, a la luz de aquella extraña hora que no podía saberse si pertenecía al día o a la noche, el Pabellón de Oro fue precisándose progresivamente hasta quedar recortado, sorprendentemente nítido, dentro del campo de mi mirada. Jamás como en aquel instante su fina silueta me pareció tan perfecta, tan luminosa incluso en sus menores repliegues (Mishima, p. 134)

Quizás el artista que, ya no es capaz de producir ninguna obra, es alguien que, como el tartamudo, ha perdido las palabras. La única salida que le queda es la destrucción de su mundo para volver a crear. Mizoguchi destruye la belleza que le es inaccesible para poder forjar una que le permita cruzar a su territorio. Destruir lo absoluto es la consigna. Mircea Eliade hablaba de la necesidad del artista de considerar el derrumbe como posibilidad en su propia obra, la destrucción y las ruinas traen renovación, una conexión con el fuego primigenio, que permite romper con lo establecido para acercarse a las potencias de un demiurgo creador. Es ser parte activa del tiempo cíclico, el tiempo del mito, sin duda el monje lo sospecha, un nuevo pabellón de oro se parará sobre las ruinas del antiguo. Pero no será igual. El lienzo de fuego ya ha sido pintado en la memoria y en los ecos de Kyoto.

Ciertamente, podemos pensar, y de alguna manera es inevitable, que el “Pabellón de oro” es, en cierta medida, una anticipación del suicidio de Mishima. El autor quemó su propio pabellón al ejecutar aquella ceremonia del seppuku y clavarse una afilada katana en su estómago. Seguidor del código Samurai, las viejas costumbres japonesas, Mishima transforma su propio cuerpo, que siempre se obsesionó en mantener santo y limpio, en el pabellón que debía incendiar. Esta vez espera, tal vez, que su suicidio adquiera la fuerza simbólica suficiente para sacudir el imaginario de una sociedad inmersa en una transformación cultural y social, traída por occidente, que ha hecho añicos la tradición. Su última obra ya no busca grabarse en el plano de la escritura, sino en el plano visual, del cuerpo, imágenes esculpidas en el inconsciente colectivo.

Es la destrucción de lo absoluto.

Todos los poetas y artistas tienen un pabellón de Oro. Algunos lo veneran toda la vida, otros se rebelan, lo incendian y pagan el precio. Hay que aprender a crear a partir de las ruinas que habitan nuestra mente y nuestro cuerpo. No hay agradecimientos, no hay un fuego que no apague el olvido y la lluvia. Sólo un eco, que hemos llamado arte, y que perdura en los laberintos de lo humano, del espacio y el tiempo. Hay que aprender a incendiar, de vez en cuando, nuestra subjetividad.


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