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Marosa Di Giorgio y el enigma de lo cotidiano


Cuando se piensa en la obra de Marosa Di Giorgio, pensamos en huertos, en hongos, en ángeles, en niños, en imágenes que se vinculan con la infancia, pero no con nuestra infancia subjetiva, sino con la infancia del mundo. Tras la prosa poética se esconde un objetivo: recuperar el asombro primigenio ante una realidad que nos desborda, como el de aquellos tiempos del mito y la incertidumbre. Di Giorgio, escritora uruguaya, fue reconocida siempre por su excentricidad, por sus caminar particular, su cabello despeinado, su mirada que parecía haber tenido una visión de lo sagrado, de percibir una pizca de lo innombrable, lo que está por fuera del lenguaje y que dormita en un mundo de pesadillas. Y, desde luego, haber pagado un precio por ello. Ya no se puede deambular por las calles anclado en la “normalidad” ilusoria implantada por los poderes del capital. Solo se puede andar, como levitando, más allá de las cornisas de la historia.

Di Giorgio describe en sus poemas espacios que, ciertamente, conocemos y alguna vez hemos visitado. Espacios que corresponden a la cotidianidad del hogar, del campo, de paisajes que alguna vez hemos habitado, así sea con el pensamiento. Hay reside la clave de su estética. La poeta uruguaya deconstruye, a través de la imagen, nuestras certidumbres, construidas a través de la memoria. Esos espacios que creíamos conocer ya no son tan cercanos, son ajenos, ignotos, inefables, imperceptibles, con pequeños misterios que perviven bajo el manto de la noche. Que es esa misma noche a la que temíamos cuando chicos, tan cargada de fantasmas, sombras, vientos rancios y animales asombrosos. La misma noche de la guerra, incomprensible para una niña que juega en el bosque.

De súbito, estalló la guerra. Se abrió como una bomba de azúcar

arriba de las calas. Primero, creíamos que era juego;

después, vimos que la cosa era siniestra. El aire quedó

ligeramente envenenado. Se desprendían los murciélagos

desde sus escondites, sus cuevas ocultas caían a los platos,

como rosas, como ratones que volvieran del infinito,

todavía, con las alas.

Por protegerlos de algún modo, enumerábamos los seres y las cosas:

"Las lechugas, los reptiles comestibles, las tacitas...".

Pero, ya los arados se habían vuelto aviones; cada uno, tenía

calavera y tenía alas, y ronroneaba cerca de las nubes, al alcance

de la manos pasaron los batallones al galope, al paso. Se prolongó

la aurora quieta, y al mediodía, el sol se partió; uno fue hacia el este,

el otro hacia el oeste. Como si el abuelo y la abuela se divorciaran.

De esto ya hace mucho, aquella vez, cuando estalló la guerra,

arriba de las calas.

Algunos han tildado la obra de la poeta de neobarroca, por sus vínculos con los juegos de la imagen y cierto, mal llamado, hermetismo, que se traduce en la incomprensión de lo sagrado en nuestros rituales cotidianos. Hay una reescritura de los sentidos, una búsqueda de mostrar, a través del lenguaje, nuevas posibilidades de expansión, de sentires, abrir los ojos y ver que el cielo ya no es tan azul como creíamos. Se crean perceptos y afectos, formas de percepción, al decir de Deleuze, que permanecen en cada palabra y que se trasmiten a través el ritmo de la prosa que, ciertamente es fluido, nos remota a nuestra infancia, a una canción que habita en nosotros y creíamos perdida. La música es la que se canta frente a una fogata, en el claro del bosque, en una velada acompañada de cocuyos y fuegos fatuos.

En Papeles Salvajes, las obras completas, aparecen seres y espacios de todo tipo: hadas, ángeles, lechugas aladas, murciélagos, hongos, árboles, sombras, hombres con alas de mariposa, campos de flores que revelan una cercanía con la zona rural. Todos ellos parecen tener una identidad diferente a la que normalmente le atribuimos, al mejor estilo de un Lewis Carroll, pero invocando la música primigenia, Di Giorgio deconstruye las certezas que trae el lenguaje. De repente se puede atrapar una hada o un ángel en un frasco o puede existir una guerra entre los huertos. No hay imposibilidad. Es la recuperación del asombro ante lo cotidiano. No es fantasía. Ni tampoco una revisión del mundo onírico. Estos seres habitan en nosotros, en las palabras, en nuestros pasos, en nuestras percepciones. Están allí y el poema los visualiza.

Bajó una mariposa a un lugar oscuro; al parecer, de

hermosos colores; no se distinguía bien. La niña más chica

creyó que era una muñeca rarísima y la pidió; los otros

niños dijeron: -Bajo las alas hay un hombre.

Yo dije: -Sí, su cuerpo parece un hombrecito.

Pero, ellos aclararon que era un hombre de tamaño natural.

Me arrodillé y vi. Era verdad lo que decían los niños. ¿Cómo

cabía un hombre de tamaño normal bajo las alitas?

Llamamos a un vecino. Trajo una pinza. Sacó las alas. Y un

hombre alto se irguió y se marchó.

Y esto que parece casi increíble, luego fue pintado

prodigiosamente en una caja.

El poema en prosa es el formato escogido mayoritariamente por Di Giorgio, un formato que le permite introducir pequeños lapsus narrativos, que sin embargo no están allí en busca de construir una estructura narrativa como un cuento o un microrrelato, sino dar un aire cercano. El poema se ubica en un límite endeble y explota recursos narrativos para lograr nuevos efectos. Pero no se convierte en cuento pues el sentido se diluye y al final la imagen poética prima sobre lo demás. Pareces encontrarte ante la familiaridad de una canción, de una historia que alguna vez has escuchado, pero la imagen irrumpe para desestabilizar cualquier intento de capturar o encerrar el poema. El enigma de lo cotidiano prima sobre el deseo racional de dar una explicación o dar una estructura lógica. Es la percepción lo que se pone en juego y la prosa está en función de producir pequeñas sensaciones y agitar las cuerdas, algunas veces rígidas, de la memoria.

La muerte puede convertirse en algo tan cotidiano como comer sopa de tomate y el nacimiento de cualquier criatura, planta o entidad en un milagro que rompe la normalidad establecida. Más cuando se es imperceptible, cuando se nace en silencio, solo pocos son testigos de la irrupción de lo sagrado y de la experiencia que resignifica el cuerpo, que se proyecta bajo las esporas.

Los hongos nacen en silencio; algunos nacen en silencio;

otros, con un breve alarido, un leve trueno. Unos son

blancos, otros rosados, ése es gris y parece una paloma,

la estatua de una paloma; otros son dorados o morados.

Cada uno trae -yeso es lo terrible-- la inicial del muerto

de donde procede. Yo no me atrevo a devorarlos; esa carne

levísima es pariente nuestra.

Pero, aparece en la tarde el comprador de hongos y

empieza la siega. Mi madre da permiso. El elige como un

águila. Ese blanco como el azúcar, uno rosado, uno gris.

Mamá no se da cuenta de que vende a su raza.

Marosa siempre se sintió parte de un pueblo diferente, una especie de caminante de la penumbra, cultivadora de imágenes en huertos recónditos de la memoria, hermana de la nación fungi que habita los claros de los bosques. Andaba por las calles, despelucada, con una forma particular de vestir, como atrapada en una visión. Sus ojos percibían la fragilidad de los espejos bajo las paredes de las casas. Sus manos tocaban los árboles y eran capaces de escuchar su canción oculta. Las palabras se deslizaban en sus dedos como plumas de avestruces y los hongos crecen en sus poemas como huevos de ángeles borrachos. ¿Qué mejor manera de decirlo? De alguna manera, todos los poetas, anhelan un poco de esa revelación. Marosa no sólo la tiene, sino que la vive, su vida misma fue el precio de sus percepciones. Una música, un ronda infantil, devela un poco del misterio, y permanece en nosotros, luego de leerla. La escuchó aún cuando cierro los ojos.

Es indispensable reconocer la obra de esta gran poeta, una huella poética de las más auténticas que hemos tenido en Latinoamérica. Papeles Salvajes, cuyo nombre no es casual, es una invitación a ver la vida como una aventura, como un sueño, una la invasión de los sentidos. El enigma de lo cotidiano, la ronda infantil, el aleteo perdido de una mariposa, la brisa que sopla inquieta, cierta oscuridad tras los robles y una risa que se pierde como un eco en medio de una pradera inmensa son imágenes que, inevitablemente, aparecerán en una lectura de Di Giorgio. Sus páginas esperan a un lector atrevido, que quiera confrontarse consigo mismo, con su visión de la realidad, con sus propios abismos: la noche que se expande como un torbellino en las grietas de la memoria y en las colinas del olvido.


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